Derrotero desde la ciudad de Buenos Aires hasta la de los Césares, que por otro nombre llaman la Ciudad Encantada, por el P. Tomás Falkner, jesuita (1760)
Nota: La Relación del Jesuita Falkner es una copia casi textual del Derrotero de Silvestre Roxas, del cual se ve a las claras lo ha copiado; sin embargo es más claro en las explicaciones y por eso volvemos aquí a dibujar en un mapa la trayectoria hasta la Ciudad de los Césares
1) Llegando a la ciudad de la Santísima Trinidad, puerto de Santa María de Buenos Aires, y provincia del Río de la Plata, se saldrá de ella, y se caminará por el camino abierto que hay de las carretas, que es el que trajinan los de Buenos Aires a la sierra del Tandil. Hay de esta sierra en adelante indios que llaman Pampas: es un gentío que corre todas las campañas, los cuales suelen hacer algunas hostilidades en las gentes que salen a los campos a vaquear, y hacer faenas de sebo y grasa.
2) Distante de esta sierra, como cosa de 80 leguas (445 km) , tirando para el poniente, se hallará otra sierra que llaman Guaminí, que está por un lado distante del mar cosa de dos leguas: tiene esta sierra por la parte del norte una laguna de aguas permanentes muy grande, llamada Guaminí, de donde toma el nombre la misma sierra.
En esta laguna se suelen juntar hasta seiscientos, y ochocientos indios Pampas, de diferentes naciones, y solamente en el tiempo de cosecha de la algarroba, para hacer sus paces unos con otros, poniendo sus ranchos al rededor de la laguna, para entrar con tiempo al monte, que dista de allí como cosa de cuatro leguas poco más; en cuyo monte hay mucha cantidad de algarroba, de donde se proveen para su mantenimiento, y para hacer la chicha para todo el año, que es la bebida usual que ellos estilan.
3) Desde esta laguna hasta pasar a la otra parte del monte, hay de travesía, por una parte, setenta leguas (390 km), en parte más, y en parte menos: con la advertencia de que en medio de este monte habitan otros indios llamados Mayuluches, y serán como cuatro o cinco mil por todos; los cuales salen a correr las campanas por la parte del poniente; y es gente muy belicosa, doméstica y amigos de los españoles.
4) Saliendo de este monte, tirando siempre hacia el poniente, se pasa por unas campañas dilatadas, cuya travesía es de treinta leguas (167 km), sin que se halle una gota de agua, por ser la tierra muy arenosa y estéril de todo pasto, donde apenas se encuentra tal cual árbol. Pasada dicha travesía, se halla un río muy grande y hondo, que sale de la Cordillera grande de Chile, y va dando vueltas, atravesando dichas campañas. Este río es profundo, y lleno de barrancas muy ásperas en algunas partes, y por esta causa tiene sus pasos señalados, por donde se pueda vadear: que por eso es llamado río de las Barrancas.
5) Pasado este río, prosiguiendo por las dichas campanas estériles, siempre siguiendo el mismo rumbo, se encuentra otro río llamado Tunuyán, distante uno de otro cincuenta leguas (278 km) por algunas partes. Entre estos dos ríos habitan otros indios llamados Picunches; son en gran número, los más bravos que hay en todas las campañas, y no se extienden a más que entre los dos ríos.
6) Saliendo de este río, y siguiendo siempre el rumbo del poniente, se entra por una campaña llena de médanos muy fragosos y ásperos, tierra muy seca y estéril. Caminando por entre los médanos, como cosa de treinta leguas (167 km), se descubre, mirando al poniente, un cerro grande nevado, muy alto, en forma de columna, llamado el cerro de Payén.
En dicho cerro están los indios Chiquillanes; que son muy domésticos y familiares con los españoles, y llegarán al número de dos o tres mil indios. Tiene este cerro grande muchos cerros colorados al rededor, los cuales son todos de metales de oro muy rico, y al pie de este cerro grande, hay otro pequeño, que es de azogue, el cual se presenta como de un cristal muy fino.
7) Desde este cerro grande se dirige el rumbo al sur, y a cosa de cinco leguas (28km) se encuentra un río, llamado el río Diamante; dicho así porque nace de un cerro negro (actual volcán La Payunia), pasado de plata; y con muchos diamantes.
Más adelante de este cerro negro, como cosa de cinco leguas (28 km), se encuentra otro río, llamado de San Pedro (actual rio Colorado). Entre estos dos ríos, esto es, entre el Diamante y el de San Pedro, habitan unos indios llamados Diamantinos, gente de que los más de ellos son cristianos, que se huyeron de los pueblos españoles, por las violencias de los encomenderos. Son estos indios muy labradores, y serán en número de 400. Este río de San Pedro es muy temido de toda clase de indios, por lo fragoso que es, y porque solo tiene unos pocos pasos, por cuanto lo más del año está crecido.
8) Prosiguiendo siempre el mismo rumbo hacia el sur, a distancia de cuatro leguas (22 km), se encuentra otro riachuelo, que llaman Estero: llámase también el riachuelo de los Ciegos (actualmente seco), por haber habitado allí en antiguos unos indios que se cegaron de resultas de un temporal: grande que huyo de nieve. En este riachuelo o estero habita una multitud de indios, que llaman Pegüenches, cuyas armas son lanzas y alfanjes, que usan también todos los demás. Estos indios Pegüenches corren hasta la Cordillera Nevada, por la parte del poniente, y por la parte del sur comercian con los Césares o españoles.
9) Caminando siempre por el mismo rumbo, cosa de treinta leguas (167 km) más o menos, se encuentran otros indios, llamados Puelches. Estos indios son muy altos y corpulentos, y tienen los ojos muy pequeños: son tan pocos, que no llegan a seiscientos, y son también muy parciales y amigos de los españoles, con quienes desean tener siempre trato.
Esta gente está a la boca de un valle muy grande, de donde sale un río muy caudaloso, llamado el río Hondo, el cual es criadero. Dicho río Hondo nace de la falda de unos cerros colorados muy ricos, pasados de oro, y mucho cobre campanil, que es la madre de dicho oro en grano. Estos indios tienen su cura o párroco; el cual depende del Obispo de Chile, siendo los más de ellos cristianos.
10) Prosiguiendo siempre al propio rumbo del sur, se encuentra, como a distancia de tres leguas, otro río que llaman el río del Azufre (16km), por tenerlo en abundancia; y este río, nace de la raíz de un volcán.
Caminando el mismo rumbo, como cosa de treinta leguas (167 km) o algo más, se encuentra otro río grande, muy ancho, y muy apacible en sus corrientes; este río nace en la Cordillera de un valle grande espacioso, y muy alegre, en donde están y habitan los indios Césares. Es una gente muy crecida y agigantada, tanto, que por el tamaño del cuerpo no pueden andar a caballo sino a pie.
Estos indios son los verdaderos Césares; que los que vulgarmente llaman así, no son sino españoles, que anduvieron perdidos en aquella costa, y que habitan junto al río que sale del valle, en las inmediaciones de los indios Césares; y por la cercanía que tienen a esta nación, les dan vulgarmente el mismo nombre, no porque en la realidad lo sean.
Estos indios Césares es gente mansa y apacible: las armas que usan son flechas grandes, o arpones, con que se guarecen y matan la caza, que son los guanacos que hay abundantes en aquellas tierras.
También usan estos indios de la honda con que tiran una piedra con gran violencia; y estos indios son los que trabajan en los metales de plomo romo, y lo funden a fuego; y el modo que tienen de fundir así los metales como el plomo, es diferente del nuestro, porque nosotros los españoles lo fundimos en hornillos, y ellos lo funden en otra fábrica que llaman guayras.
En el dicho valle grande y espacioso, donde habitan estos indios Césares, hay un cerro grande muy alto y derecho, y al pie de este cerro, se encuentra un cerrillo negro muy relumbrante, que parece tener metal de plata, y es de piedra imán, muy fina, y hay piedras del tamaño de tres cuartas; y si se buscase, se hallarían más grandes; que es cosa de admiración. Estos indios no trabajan sino en este metal, por ser suave y blando, y no explotan los otros metales ricos de plata: lo uno, porque no los saben fabricar, y lo otro porque no hay azogue, y por esta causa no hacen aprecio de metales más ricos, aunque hay muchísimos.
11) Saliendo de adentro del dicho valle, por la orilla del río grande, como cosa de 6 leguas abajo, se halla el paso, o portezuela por donde llegan los españoles que habitan de la otra parte del río, con sus embarcaciones pequeñas, que no tienen otras; y como cosa de tres leguas más abajo, se halla el paso por donde vadean los de a caballo, por el tiempo de cuaresma, como tengo referido, por estar lo más del año muy crecido el dicho río.
Descripción de la ciudad de los españoles
Esta ciudad, que llaman la Ciudad Encantada, está en la otra parte de dicho río grande que he referido, poblada en un llano, y fabricada más a lo largo que en cuadro, casi en la misma planta que la de Buenos Aires. Tiene esta ciudad muy hermosos edificios de templos, y casas de piedra labrada, y bien tejadas al uso de nuestra España. En las más de ellas tienen los españoles indios cristianos para la asistencia de sus casas y haciendas, a quienes los propios españoles, con su educación han reducido a nuestra Santa Fe Católica.
Tiene dicha ciudad, por la parte del poniente y del norte, la Cordillera Nevada, en la cual han abierto dichos españoles muchísimos minerales de oro y de cobre, y están continuamente explotando dichos metales. También tiene esta ciudad, por la parte del sur hasta el oriente, dilatadas campañas, donde tienen los vecinos y habitadores sus estancias de ganados mayores y menores, que son muchísimos; y para su recreo, con mucha abundancia de todo género de granos y hortaliza: adornadas dichas heredades, con sus alamedas de diferentes árboles frutales, que cada una de ellas es un paraíso.
Solo carecen de viñas y olivares, por no tener sarmiento para plantarlos. También tienen por la parte del sur los habitadores de esta ciudad, cosa de dos leguas poco más, la mar vecina, de donde se proveen de rico pescado y marisco para el mantenimiento de todo el invierno. Y finalmente, por no ser molesto en esta descripción, digo que es el mejor temperamento, y más benévolo que se halla en toda la América, porque parece un segundo paraíso terrenal, según la abundancia de sus arboledas, ya de cipreses, cedros, pinos de dos géneros; ya de naranjos, robles y palmas, y abundancia de diferentes frutas muy sabrosas; y es tierra tan sana que la gente muere de puro vieja, y no de enfermedades, porque el clima de aquella tierra no consiente achaque ninguno, por ser la tierra muy fresca, por la vecindad que tiene de las sierras nevadas.
Solo falta gente española para poblarla, y desentrañar tanta riqueza, que está oculta en aquel país; por lo que ninguno se admire de cuantos a sus manos llegase este manifiesto, porque todo lo que aquí va referido, no es ponderación, ni exageración alguna, sino la pura verdad de lo que hay y es, como que yo mismo lo he andado, lo he visto y tocado por mis manos. Tiene de jurisdicción dicha ciudad 260 leguas, más que menos, etcétera.
1774 - El capitán Ignacio Pinuer informa de la existencia de la Ciudad de los Césares, esta vez en la creencia que está habitada por los descendientes de los habitantes de Osorno que escaparon tras la destrucción de la ciudad - Césares de Chile. Relación de las noticias adquiridas sobre una ciudad grande de españoles, que hay entre los indios, al sud de Valdivia, e incógnita hasta el presente, por el capitán D. Ignacio Pinuer (1774)
1) Habiendo, desde mis primeros años, girado el poco comercio que ofrecen los indios comarcanos, y las jurisdicciones de esta plaza, me fui internando, y haciendo capaz de los caminos y territorios de los indios, y especialmente de sus exactos, como es constante a todos los de esta plaza. Con este motivo tenía con ellos conversaciones públicas y secretas, confiándome sus más recónditos secretos, y contándome sus más antiguos monumentos y hechos inmemoriales. Mas entre las varias cosas ocultas que me fiaban, procuré adquirir noticias, que ya, como sueño o imaginadas, oía en esta entre mis mayores; y haciéndome como que de cierto lo sabía, procuraba introducirme en todas, para lograr lo que deseaba.
Tuve la suerte muchas ocasiones, que los sujetos de mayor suposición entre ellos, me revelasen un punto tan guardado y encargado de todos sus ascendientes; porque aseguraban que de él pendía la conservación de su libertad. Esta es la existencia de una ciudad grande de españoles: mas no satisfecho con solo lo que estos me decían, seguía el empeño de indagar la verdad.
Para ello cotejaba el dicho de los unos con los informes de los otros, y hallándolos iguales, se me aumentaba el deseo de saber a punto fijo el estado de aquella ciudad o reino (como ellos lo nombran), y tomé el medio de contarles lo mismo que ellos sabían, fingiéndoles que aquellas noticias las tenía yo y todos los españoles por la ciudad de Buenos Aires, comunicadas por los indios Pampas, picados de haber tenido una sangrienta guerra con los mismos Guilliches. Pero que los de Valdivia nos desentendíamos de ellas, temiendo que el Rey intentase sacar aquellos rebeldes, en cuyo caso experimentaríamos las incomodidades que acarrea una guerra.
Con oír estas y otras expresiones, ya me aseguraban la existencia de los Aucahuincas (así los nominan), el modo y trato de ellos: bien que siempre les causaba novedad, como los Pegüenches, siendo tan acérrimos enemigos de los españoles, diesen una noticia tan encargada entre ellos para el sigilo; y esto dorado con algunas razones, producidas en lo inculto de sus ingenios: a lo que regularmente les contestaba que de un enemigo vil mayores cosas se podían esperar, aunque no era de las menores el tratarlos de traidores, y de que como ladrones tenían sitiados y ocultos hasta entonces aquellos españoles, privando a su Rey de aquel vasto dominio.
Este es el arte con que los he desentrañado, y asegurándome de las exquisitas noticias que pueden desearse para la mayor empresa, sin que por medio de gratificación, ni embriaguez, ya medio rematados, ni otro alguno, jamás lograse de ellos cosa a mi intento, antes sí una gran cautela en todas las conferencias que sobre el particular tenía con ellos, cuidaba de encargarles el secreto que les convenía guardar, pues sus antepasados, como hombres de experiencia y capacidad, sabían bien los motivos de conservarlo.
Y si sucedía, como acaeció muchas veces, llevar en mi compañía alguno o algunos españoles, me separaba de ellos para hablar de estos asuntos, procurando salir al campo, o a un rincón de la casa con el indio, a quien le prevenía que callase, si llegaba algún compañero mío, pues no convenía fiar a todos aquel asunto, porque como no eran prácticos en los ritos de la tierra, saldrían hablando y alborotando.
Este régimen, y la cautela de no mostrar deseos de saber, sino solo hablar como por pasatiempo de lo que ambos sabíamos, he usado con los indios sobre treinta años, teniendo la ventaja de hablar su natural lengua, por cuyo motivo ejerzo hoy por este gobierno (después de otros empleos militares), el de lengua general de esta plaza, en donde a todos les consta la estimación que hacen de mí aquellos naturales. Así adquirí las evidentes noticias que expongo al Monarca, o a quien hace su inmediata persona, diciendo:
2) Que en aquel general alzamiento, en que fueron (según antiguas noticias) perdidas o desoladas siete ciudades, la de Osorno, una de las más principales y famosas de aquellos tiempos, no fue jamás rendida por los indios; porque aunque es cierto, que la noche en que fueron atacadas todas, según estaba dispuesto, le acometieron innumerables indios con ferocidad, hallaron mucha resistencia en aquellos valerosos españoles, que llevaron el premio de su atrevida osadía, quedando bastantes muertos en el ataque, con poca pérdida de los nuestros. Pero sin embargo determinaron los indios sitiar la ciudad, robando cuanto ganado había en los contornos de ella, y frecuentando, sus asaltos, en los que siempre quedaron con la peor parte.
Pero, pasados seis o más meses, consiguieron por medio de la hambre ponerlos en la última necesidad; tanto que por no rendirse, llegaron a comerse unos a otros; y noticiosos los indios de este aprieto, los contemplaron caídos de ánimo, por lo que resolvieron atacarlos con la ayuda de los que acababan de llegar victoriosos de esta plaza; y en efecto hicieron el último esfuerzo, envistiéndola con tanta fiereza que fue asombro. Pero el valor de los españoles, con el auxilio de Dios, logró vencerlos, matando cuantos osaron subir por los muros, donde pelearon las mujeres con igual nobleza de ánimo que los hombres; y aunque vencidos los indios, siempre permanecieron a la vista de la ciudad, juzgando que precisamente los había de rendir el hambre, como tan cruel enemigo.
Pero los españoles, cada, vez con más espíritu, se abastecieron de cadáveres de indios, y reforzados con aquella carne humana, y desesperados ya de otro recurso, determinaron abandonar la ciudad, y ganar una península fuerte por naturaleza que distaba pocas leguas al sur, (cuyo número fijo no he podido averiguar, pero sé que son pocas) en donde tenían sus haciendas varias personas de la misma Osorno, de muchas vacas, carneros, granos, etcétera. Salieron con sus familias, y lo más precioso que pudieron cargar; con las armas en las manos marcharon, defendiéndose de sus enemigos, y sin mayor daño llegaron a la península, la que procuraron reforzarla, y después de algunos días de descanso, hicieron una salida, y vengaron en los enemigos su agravio, pues dejaron el campo cubierto de cadáveres, volviendo a la isla no solo con porción de ganado, sino con cuanto los indios poseían, y continuaron fortaleciéndola.
Consta la magnitud de esta península, según la explicación de los indios, como de treinta leguas de longitud y seis a ocho de latitud. Su situación está en una hermosa laguna, que tiene su principio del volcán de Osorno, y a quien igualmente da agua otro volcán, que llaman de Guanequé; pues aunque este está distante del otro, por el pie de la Cordillera se desata en un río pequeño que camina hacia el sur, y se incorpora en esta laguna, con cuyo socorro se hace formidable. Ella está al pie de la Cordillera, y dista del volcán de Osorno siete a ocho leguas poco más o menos; y es madre del Río Bueno.
Es tan grande, que ninguno de los indios da noticia de su término; es profunda, y muy abundante de peces: en ella tienen los españoles muchas canoas para el ejercicio de la pesca, y para la comunicación de tres islas más pequeñas, que hay en medio de dicha laguna o mar, como los indios le llaman. Esta no abraza el contorno de la isla, si solo la mayor parte de ella, sirviéndole de total muro, un lodazal tan grande y profundo, de tal manera que un perro (como los indios se explican) que intenta pasarlo, no es capaz de desprenderse de él. Tampoco este lodazal hace total círculo a la isla; pues por el principal extremo, que es al norte, hay de tierra firme entre la laguna y el pantano hasta veinte y más cuadras (según dicen los indios), y es la entrada de esta grande población o ciudad, siendo la parte por donde se halla fortificado de un profundo foso de agua, y de un antemural revellín; y últimamente de una muralla de piedra, pero baja.
El foso tiene puente levadizo entre uno y otro muro: grandes y fuertes puertas; y un baluarte, en donde centinela los soldados. Según los indios, el puente se levanta todas las noches. Las armas que usan son, lanzas, espadas y puñales, pero no he podido averiguar si son de fierro.
Para defensa de la ciudad tienen artillería, lo que se sabe fijamente, porque a tiempos del año la disparan: no tienen fusiles, para su personal defensa usan coletos. También usan otras armas, que los indios llaman laques, y son dos piedras amarradas cada una en el extremo de un látigo, en cuyo manejo son diestrísimos, y por esto muy temidos de los indios.
La forma o construcción que tiene la ciudad no he podido indagarlo, porque dicen los indios, que nunca les permiten entrar, pero que las más de las casas son de pared y teja, las que se ven de afuera por su magnitud y grandeza. Ignoro igualmente el comercio interior, y si usan de moneda o no; pero para el menaje y adorno de sus casas, acostumbraban pinta labrada en abundancia.
No tienen añil, ni abalorios, por cuyo motivo dicen los indios que son pobres. Hacen también el comercio de ganados de que tienen grandísimas tropas fuera de la isla, al cuidado de mayordomos, y aun de los mismos indios. Ponderando estos la grandeza de que usan, dicen que solo se sientan en sus casas en asientos de oro y plata (expresión de los españoles que salen fuera).
También han tenido comercio de sal, esto es, hasta ahora poco la han comprado a los Pegüenches, que por aquella parte a menudo pasan la Cordillera, y son muy amigos de estos; como así mismo lo han tenido con los indios nuestros, que llamamos Guilliches, pero ya les ha dado Dios con abundancia un cerro, y proveen a sus indios comarcanos.
Según exponen los indios, usan sombrera, chupa larga, camisa, calzones bombachos, y zapatos muy grandes. Los que andan entre los indios regularmente están vestidos de coletos, y siempre traen armas. Los indios no saben si usan capa, porque solo los ven fuera del muro a caballo; se visten de varios colores; son blancos, barba cerrada, y por lo común de estatura más que regular.
Por lo que respecta al número de ellos claro está es muy difícil saberlo, aun estando dentro de la ciudad: no por eso dejé de preguntar repetidas veces a varios indios, los que respondieron, considerase si serían muchos, cuando eran inmortales, pues en aquella tierra no morían los españoles.
Con este motivo me informaron de que no cabiendo ya en la isla el mucho gentío, se habían pasado muchas familias, de algunos años a esta parte, al otro lado de la laguna, esto es, al este, donde han formado otra nueva ciudad. Está a las orillas de la misma laguna, frente de la capital; sírvele de muro por un lado la laguna, y por el otro está rodeada de un gran foso, ignoro si es de agua, con su revellín, y puerta fuerte, y puente levadizo como la otra.
La comunicación de las dos está por mar, por lo que tienen abundancia de embarcaciones. También tienen artillería, y el que en esta manda, está sujeto al rey de la capital. Nada puedo decir con respecto al orden interior de gobierno de aquel rey de la capital; pero sé por varias expresiones de los indios, que es muy tirano: lo que confirma la noticia siguiente.
Habiendo salido de Chiloé un chilote en el mes de octubre de 1773 (no sé con qué destino) llegó a avistar la principal ciudad de aquellas españoles, pasando por medio de los indios, suplicándoles tuviesen caridad de él, pues se veía allí sin saber a donde. Al llegar la noche tocó las puertas de la ciudad (siempre las tienen cerradas) asomose un soldado, y haciéndole las regulares preguntas, de quién vive, etcétera, respondió era chilote, y que allí había llegado perdido, y que se hallaba sin saber qué tierra era aquella.
A lo que en lengua de indio respondió el soldado, se admiraba de que los indios le hubiesen dejado pasar vivo, pero ya que logró esa dicha se retirase prontamente antes que algún otro le viese, (a todos se prohibía llegar allí) o el se viese precisado a dar parte a su rey, quien si lo supiera (así lo relató el chilote a los indios) mandaría buscarlo por cuantos caminos había para quitarle la vida, pues era hombre muy tirano, y que con su gobierno ambicioso tenía a la plebe en la mayor consternación, y esta es voz común de los indios. Volviendo al chilote que escapó del rigor de aquel tirano, y ya entre los indios, algunos de ellos se ofrecieron a acompañarle, pero en la primera montaña, le quitaron la vida: cuya noticia se me trajo por indios de mucha verdad del fuerte de San Fernando, a orillas del Río Bueno, luego que sucedió; y esto tiene a los indios llenos de temor.
Este suceso del chilote ha dado motivo entre aquellos españoles (persuádome es la plebe) para el empeño de poner señales; en el cerro, que llaman de los Cochinos, que es donde se divisa la ciudad principal y laguna, único y más inmediato para llegar a aquella tierra como lo expondré. En este sitio acaece, en lo que no hay duda, que los españoles ponen una espada con zapatos; los indios la quitan, y ponen un machete.
Los españoles ponen una cruz; vienen los indios quitan la cruz, y ponen una lanza, toda de palo. Los españoles ponen, redondas piedras como balas, y después de estas amenazas de unos y otros, están constantemente hallando los indios en aquel propio sitio del cerro, varios papeles, o cartas puestas en una estaca, cosa que tiene a los indios consternados, pues ni se atreven a quitarlos, ni se apartan de allí, manteniéndose en continua vigilancia, temerosos que algún papel de estos salga entre ellos, y dé en manos de nosotros. Esta noticia y la del chilote, se han divulgado por toda la tierra adentro, y, como digo, se hallan cuidadosos.
Para más asegurarse de nosotros, aquel rey tiene trato anualmente con los indios de su jurisdicción que son muchos, y para explicar su crecido número dicen estos que parecen llovidos, aunque no muy valientes; a quienes tiene tan gratos, por estar precisamente a sus órdenes. Tiene caciques al modo nuestro, y uno superior entre ellos con quien tiene más estrecha amistad.
Con estos hace sus juntas, convocando también a los Pegüenches, con quien conserva gran familiaridad; y así suelen hallarse multitud de vocales en las juntas que hace. El punto de que con mayor esfuerzo se trata con todos aquellos indios, es sobre que no permitan llegar ninguno de afuera por los caminos que tenemos para allá, ni por la Cordillera inmediata a ellos, y que si alguno lo intentase, que lo maten, sin la menor conmiseración. Lo que hace creer se hallan contentos en su retiro aquellos españoles, supongo serán los superiores, y que aquellos signos de papeles, etcétera, serán de la plebe, que, oprimida, desea sacudir el yugo.
Sin embargo cuando por orden de Nuestro Excelentísimo Señor Virrey, don Manuel de Amat, Capitán general entonces de este reino de Chile, se emprendió aquella famosa salida para los llanos, que fue terror de los indios, sé de cierto, por varios de estos que me lo aseguraron, fue público en esta plaza, que estando disponiéndose los nuestros para ella, llegó la noticia a aquellos españoles, con la que ordenaron salir a encontrarse con nosotros, no sé con que fin. Estando en estas disposiciones, llegó nuestro campo a orillas de Río Bueno, en donde la noche de su llegada tuvo aquel tan notorio ataque, que habiendo oído los españoles de la laguna en el silencio de la noche, a la inmediación de la ciudad, los tiros de los pedreros y esmeriles, salieron a las dos o tres días con 300 hombres, según los indios se explican y tiraron derechos para Río Bueno.
Al segundo día de su marcha supieron la retirada de los nuestros por los mismos indios, pero con todo no desistieron del empeño de caminar; en cuya vista los indios aquella noche hicieron su consejo, y resolvieron atacarlos a la mañana, y si posible fuese acabarlos: con efecto presentaron la batalla en la que pelearon unos y otros con grande valor, y que duró algunas horas, pues disputaban con iguales armas: murieron un sin número de indios y bastantes españoles, pero quedó el campo por estos, aunque con la muerte de su esforzado capitán. La noticia de esta pelea procuraron obscurecerla, encomendando con pena de la vida su sigilo, para que no llegara a nosotros.
1) El camino de menos ríos, aunque más dilatado, para aquellas dos ciudades, es el que llamamos de los Llanos, por donde marchó nuestra tropa hasta el Río Bueno. Este camino consta de una montaña como de catorce leguas de largo, principia en el río de Anquechilla, en donde tenemos nuestra continua centinela para los indios, y termina en Guequeciona: de ahí hasta el Río Bueno no se ofrece montaña ni loma, y si arroyos pequeños. De Anquechilla al Río Bueno, se regulan seis días de camino. Este río es ancho, profundo y sin corriente: de ahí para la ciudad de los españoles es todo llano, hasta llegar al cerro ya dicho de los Cochinos. Este es un bajo, en el que hay muchos cochinos alzados, de los que se aprovechan los españoles, y también los indios. Al pie de este cerro, por la banda de la ciudad, hay dos riachuelos, ambas de vado; el primero llamado Yoyelque, y el segundo Daulluco: este es el más cercano a la ciudad, que dista como cuatro leguas, tomando el camino de un pedregal grande, siempre a orillas de la laguna, hasta llegar a la primera fortaleza de foso.
2) El segundo camino es el que llamamos de Guinchilca, o Ranco: este es más derecho, pero de muchos ríos y arroyos, pues saliendo de la plaza hay el Guaquelque, o Cuicuitelfu, Collitelfu, Guinchilca (se pasan cuatro veces, pero todos son de vado) y Río Bueno. Saliendo de Valdivia, hay como veinte leguas de montaña, y termina esta en Guinchilca, en la que hay tres ríos de los dichos.
El camino de la dicha montaña es ancho y llano, con algunos malos pasos, fáciles de componer. Lo más fragoso de él se puede andar por el río, hasta un lugar de indios, llamado Calle-calle. Antes de llegar al Río Bueno se ofrece una montaña baja, poco espesa, y de pocas leguas, al fin de la cual se da con el Río Bueno. De ahí a poca distancia, siguiendo el camino de los españoles hasta el fuerte de Osorno, caminando al sur, de allí al este, cosa de una jornada, está la ciudad de Osorno, pero en seguida de dicho fuerte al sur, a muy corto trecho, se da con la gran laguna de Ranco que es el asilo de los españoles, y sigue a orillas de ella por el pedregal.
Este camino es de carretas, y no hay la pensión de trepar cerro alguno, desde Guinchilca a la ciudad: por él se manejaban antiguamente los de Osorno. En la distancia que hay de Guinchilca a aquel pueblo, se presentan varias ruinas de fuertes pequeños, que según la tradición de los indios eran escala o jornadas, que hacían los que de esta plaza iban a aquella ciudad. Esta es toda la serie de noticias, que de aquella incógnita ciudad he adquirido, a costa de incesantes trabajos, de cuya existencia no me queda duda, y en todo tiempo me obligo a mostrar el camino, o caminos que conducen a ella: lo que aseguro por Dios Nuestro Señor, y esta señal de la cruz, y mi palabra de honor. Y para mayor prueba de la verdad, expongo a continuación los principales sujetos o caciques, después de otros muchos de menos suposición, que me han asegurado, con algunas noticias más que pongo dadas por varios que no cito, concordando unos con otros en el modo de decir y explicar lo que de aquella ciudad saben.
El cacique Marimán me aseguró haber divisado la ciudad desde el cerro de los Cochinos, que se halla en la laguna de Ranco, y que sabía eran los españoles de Osorno, que nunca fueron vencidos, que son muchos, y muy valientes. Sabe que por falta de víveres desampararon su tierra, después de haber comido gente muerta, y ganaron aquella isla, en donde encontraron mucho ganado y grano de las haciendas que allí tenían varios españoles acaudalados de la misma Osorno: que la causa de guardar tanto sigilo era porque no los tuviésemos tributarios como en los tiempos antiguos; que están inmediatos a la Cordillera. Que la Ciudad desierta está próxima a los españoles, y aun se mantiene murada, que solo han caído las puertas, y de las torres las medias naranjas; que hay otro fuerte de la citada ciudad, mirado con pocas ruinas. Hasta hoy es una isla que hace la misma gran laguna de Ranco al principio de ella, de donde no divisan la población de españoles. Que este fuerte nadie lo habitaba; las armas que usan eran espadas y lanzas; que tienen artillería, porque hacen a tiempos las descargas.
Dos indios de las cercanías de aquellos españoles me exponen igualmente añadiendo tienen amistad con los indios inmediatos, con quienes hacen sus juntas. Por el indio Quaiquil supe igualmente, y añadió los había visto; eran corpulentos, blancos y rubios; que la entrada en la isla es por una garganta corta de tierra, que tiene un foso, muralla, puente levadizo, y muchas embarcaciones; que usan espada y lanza, tienen artillería, lienzos y plata, y mucho ganado mayor y menor.
Según comprendí, su vestuario es musgo, y a lo antiguo; que cuando la función de los Llanos, habían salido a encontrarse con nosotros, pero que los indios les dieron guerra, y que se mandó guardar secreto con pena de la vida. El cacique Carriblanca, al año de la función de los Llanos, habiendo yo pasado a su tierra, se valió de mí para que le consiguiese la entrada en esta plaza (estaba privado a los de su jurisdicción), para comunicar al señor gobernador ciertos asuntos; y haciéndole cargo del motivo que tenía, para no dar paso a la ciudad de los españoles alzados, y porque guardaba secreto en una cosa tan sabida, me respondió, que desde sus antepasados tenía obligación de guardar sigilo, y de negar el camino como dueño de él. Pero que si ya lo habían declarado otros, mal podía negarlo él, y me dio las mismas señas que los otros, añadiendo que del Río Bueno a los españoles hay día y medio de camino; y que le dijese a mi Gobernador que en el caso de querer reconocerlos, no fuesen tan pocos como el año antecedente, sino que pasase de mil hombres la tropa, pues eran muchos los indios que había.
Todo lo que hice presente al Gobernador don Tomás Carminate, quien respondió que nada creía de aquello, y que el comisario se decía no convenía viniese a Valdivia dicho cacique; y con mi respuesta que esperaba, dejó de venir. En el mismo mes, conversando con Pascual, cacique del otro lado del Río Bueno delante de Tomás Silva, vecino de esta plaza, me dio las mismas señas que los anteriores; y expuso que cerca de su casa hay un cerro bajo o loma, de donde no solo se divisa la ciudad, sino hasta la ropa blanca que lavan, y bajado este cerro, habrá cuatro leguas de distancia por el pedregal o orilla de la laguna.
El mismo Pascual, a mediados de este año de 1773, hablando con Gregorio Solís, vecino de esta plaza, le contó la serie de señales que dicho, mostrándole desde su casa el sitio donde las ponen, y añadió, como que le consultaba, ¿qué premio le parecería que le daría nuestro Rey, en el caso de descubrir el camino de la ciudad? Que ya consideraba harían rico, y capitán de sus tierras, pero que aquello era conversación. Este Solís era hombre de verdad, y muy conocido entre ellos. El capitanejo Necultripay me comunicó haber estado en varias ocasiones a lo de estos españoles, acompañado de los indios inmediatos a los dichos.
Le supliqué me llevase una carta, y me respondió no podía, por los motivos de brujería, que ya dije; y también por ser costumbre entre ellos ir acompañados entre aquellos indios, los que si lo entendieran, le quitarían la vida. Pero que si el Gobernador resolvía reconocerlos, iría de guía, y en su defecto a nadie se lo dijese, que él se ofrecía, porque perdería la vida. Noticia que expuse a don Félix Berroeta, Gobernador de esta, quien la agradeció mucho, y me encargó continuase con toda eficacia la correspondencia con estos indios, ofreciéndome para el fin del descubrimiento, si era necesario, todo su caudal. Pero con mi muerte se frustraron nuestras ideas.
Después de algún tiempo la misma noticia expuse a don Juan Gartan Gobernador de esta, quien sin examinar las circunstancias, me dijo que todo lo tenía por fábula. En cuanto a las armas, situación, caudales y vestimenta, coinciden las señales del capitanejo con las precedentes.
A los pocos días me vi con el hijo del citado capitanejo, que me expuso lo mismo que su padre, sin haber estado presente cuando su declaración. Contra, indio de respeto entre ellos, me declaró igualmente que los antecedentes, y que no los ha tratado, mas sabe que hay mucha gente, y de valor, que nunca los han vencido, y sabe son los de Osorno. Cumilaf, el del otro lado del Río Bueno, me aseguró vivía inmediato a los españoles de la laguna, que son acaudalados de plata y ganado; pero pobres en fierro y añil, y que tampoco tiene abalorios, dando las propias señas en situación, armas y caminos. Guisieyau, expone lo mismo, y añade ha estado dos veces en aquella ciudad: la una vez entró a comprarles ají con los indios inmediatos, y me mostró un caballo que le había vendido por un sable, y la marca que tenía está en cifra. Amotripay y sus hijos lo mismo declararon, sin temor alguno: son indios de respeto entre ellos; viven de la otra parte del Río Bueno.
Lancopaguy, lo mismo, y muy por menor de la situación, armas caudales y caminos. Gedacoy, igualmente, añadiendo era mejor camino el de Ranco por ser más llano, aunque de más ríos, y todos convienen en esto también me dijo que la causa de no dar paso los indios por aquel camino, ni admitir conchabados es, porque no vean las ciudades, y tengan noticia por allí de aquellos españoles. Calfuy da noticia hasta del nombre de los caciques, amigos de los españoles. Rupayán da cuenta de la situación, armas, caudales, y de haber encontrado sal. Artillanca manifiesta lo mismo. Antipan se explaya más sobre las circunstancias de la laguna y fortaleza de la primera ciudad y situación de la segunda, y las islas que hay dentro de la laguna. Paqui dice que sabe están los españoles en aquella isla, y da muchos detalles, los que concuerdan con las exposiciones precedentes.
Todos los citados, son entre ellos personas de suposición, para formar total concepto de la verdad que expresan, especialmente combinándose sus declaraciones, como también las de otros indios pobres, y de poca autoridad. Y para que en todo tiempo conste esta información de la incógnita ciudad de Osorno, además del juramento que tengo hecho, me sujeto a la pena que se me quiera imponer, en el caso de no ser cierta la existencia de estos españoles, en el lugar que nomino. Y por ser así, lo firmo en la plaza de Valdivia a tres días del mes de enero de 1774. Ignacio Pinuer
1780? Declaración del capitán D. Fermín Villagrán, sobre la ciudad de los Césares
el capitán de dragones de este Real Ejército, y comandante de dicha plaza, don José María Prieto: habiendo tenido orden verbal del coronel de caballería, maestro de campo, general y gobernador de esta frontera don Ambrosio de O'Higgins, para tomar declaración al capitán de la reducción de Maguegua, don Fermín Villagrán, sobre noticias que ha adquirido en su dicha reducción, por un indio guilliche, de un establecimiento de españoles, situado en un paraje llamado Muileu, le hice comparecer ante mí, y le mandé hacer la señal de la cruz, bajo la cual prometió decir verdad, y lo que sabe sobre este asunto, con toda individualidad en cuanto fuese preguntado: y habiéndolo sido sobre qué es lo que sabe del citado indio; dijo: que habiendo pasado a su reducción a dejar al cacique Loncomilla, de resultas de haber bajado éste a ver al señor Maestre de Campo de esta plaza, deseoso de averiguar el paradero de ciertas cautivas españolas que tenía noticia paraban entre los Guilliches, habló con un indio de esta nación, llamado Gechapague, a quien preguntó por dichas cautivas, y le respondió, que allí en su lugar no había ninguna. Replicó el capitán que sabía haberlas allí o en otro, y respondió el guilliche, que en otro lugar de más adentro las había, y que éstas ya los españoles las estaban comprando.
Y preguntándole a dicho indio, ¿qué españoles las compraban? Respondió que eran unos que estaban en un paraje nombrado Milecí. Y preguntándole a dicho indio ¿qué a dónde era ese paraje? Respondió que a donde entra en el mar el río Meuquén o Neuquén, a la otra parte de la Cordillera. (nota: no es ni mas ni menos que la Actual Carmen de Patagones)
Y preguntándole ¿cómo habían llegado allí aquellos españoles? Respondió que en cuatro o cinco embarcaciones. Y preguntándole, ¿qué número de gentes españolas había en aquel lugar? Respondió, que habría mil personas. Mas también le preguntó dicho capitán al citado indio, que ¿de qué armas usaban los españoles?
Y respondió que tenían cañones de artillería muy grandes, y que tenían bastantes. Y preguntándole asimismo ¿de qué vestuario usaban? Respondió que de paño. Y preguntándoles que ¿cómo o de qué se mantenían allí dichos españoles? Respondió, que luego que llegaron, -habían padecido muchas necesidades, y que en él día se bastimentaban por los indios con vacas y caballos que les llevaban a vender; y que los dichos españoles también salían de diez en diez a tratar con ellos, y hacer este conchabo.
Y añadió dicho indio, que los dichos españoles decían que aquel establecimiento distaba de su tierra ocho días de navegación; y que lo que lleva declarado, no solo lo supo por el indio referido, sino por otros tres más, quienes le relacionaron lo mismo. Y siéndole leída esta declaración, dijo: no tener más que decir, añadir ni quitar a lo que lleva declarado; y que esta es la verdad, so cargo del juramento que lleva hecho. En el que se afirmó y ratificó, y firmó junto conmigo en dicha plaza, mes y año.
Fermín Villagrán. José María Prieto
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