Corrían los últimos años del siglo XII y los primeros del siglo XIII cuando los Cátaros recorrían el sur de Francia. A día de hoy, hay múltiples teorías de cual es el origen de estos autoproclamados “Hombres Buenos”, “Puros”, como se denominaban a sí mismos (del griego, katharós). Y cuando hablamos de cátaros, hablamos de hombres de fe, religiosos cuyo dogma era básicamente el cristiano, pero con algunas diferencias que les enfrentaban directamente con la Iglesia Católica, algo que tenían muy en común con los Templarios.
Muchos relacionan el Catarismo con la Herejía Bogomila, que había tenido origen en Bulgaria en el siglo IX, con la que el Catarismo comparte varios principios; aunque podríamos remontarnos más atrás en la historia y enraizar tanto a cátaros como a bogomilos con cultos más antiguos, como el mazdeísmo, el maniqueísmo o el paulicianismo. La relación entre cátaros y bogomilos parece confirmada por la presencia a finales del siglo XII de uno de los obispos bogomilos búlgaros, un hombre llamado Nicetas, en el Concilio de los Cátaros organizado en la localidad pirenaica de San Félix de Caraman en el 1169, concilio en el que la religión cátara se organizó en cuatro obispados: Tolosa, Albí, Carcasona y Agen, cuatro de las ciudades principales del Languedoc, donde el Catarismo tuvo su foco.
No podemos olvidar que nos encontramos en una época en la que el sur de Francia, especialmente el Languedoc, era la región más civilizada de Europa. Hablamos de un momento en el que el dominio del Rey de Francia se extendía poco más allá de las tierras casi bárbaras de París y Île-de-France, pero en el sur continuaban existiendo las grandes ciudades y rutas comerciales establecidas en tiempos de Roma, eran tierras ricas, regadas por el Loira y el Garona, en las que los trovadores viajaban de castillo en castillo, ofreciendo historias y canciones a los diferentes señores. Y en estas tierras, los Cátaros extendían su fe.
La principal diferencia de los Cátaros con la Iglesia Católica era el tinte maniqueísta que teñía las creencias de los primeros. Los Cátaros creían en la existencia de un Dios bueno y todopoderoso, del que Jesús era Hijo, aunque negaban que Jesús hubiera sido crucificado ni hubiera muerto, pues no había materia en el Hijo de Dios, ya que la materia, y todo lo creado de esta, no pertenecía a Dios, sino a un Demiurgo malvado, un creador al que identificaban con el Dios del Antiguo Testamento, Demiurgo identificado también con Lucifer, que había atrapado las Almas Puras en su corrupta Materia.
Los Cátaros negaban el Antiguo Testamento, y del nuevo sólo aceptaban el Evangelio de Juan, además de sus propios textos religiosos. Puesto que convenían en que todo lo material era pertenencia del mal, de Lucifer, los fieles cátaros terminaban rechazando los dominios de lo material, es decir, no querían riquezas, ni tierras ni posesiones terrenales. Pero los propios cátaros asumían que el hombre era débil, y que sólo las más fuertes de las almas podían rechazar todo lo material, así que eran muy pocos los que se convertían en Puros, los Buenos Hombres, que recibían el llamado consolament (del latín, consolamentum, una imposición de manos por parte de uno de los Hombres Buenos que convertía al otro en un igual, en un Hombre Bueno). De hecho, muchos fueron los hombres y mujeres que recibían el consolament en su lecho de muerte, cuando ya estaban seguros de que no iban a caer en las tentaciones de la materia; y muchos también los que tras recibir el consolament optaban por otro de los principales rituales Cátaros, la Endura, un tipo de suicidio ritual en el que el cátaro se dejaba morir de hambre, se cortaba las venas, o tras un baño caliente, se tendía sobre la nieve o el hielo, causándose así fuertes pulmonías que solían acabar con su vida. Además, negaban el bautismo (por la implicación del agua, un elemento material) y la Eucaristía; y creían en la reencarnación como parte de la evolución del alma.
Pero lo más importante de todo, predicaban con el ejemplo. Eran hombres verdaderamente pobres, que vivían de las limosnas que les daban los campesinos y los señores a los que atendían, al contrario de lo que ocurría con la Iglesia Católica, que predicaba la pobreza pero atesoraba grandes cantidades de dinero, ostentaba la posesión de importantes tierras y recaudaba cuantiosos impuestos para mantener a los altos representantes eclesiásticos, totalmente desvinculados de los párrocos de las pequeñas zonas rurales, hombres incultos y sin preparación, que muchas veces caían en la Herejía sin ser siquiera conscientes de ello.
No es de extrañar que pronto la Iglesia Católica reparara en que los Cátaros se habían convertido en una espina clavada en su talón. Dos españoles estuvieron entre los primeros en darse cuenta de ello, pues predicaron en la región. Se trataban de Diego de Acevedo y su estudiante, Domingo de Osma, que aprendería mucho de las formas de predicación de los cátaros para cuando más tarde fundara su Orden de los Pobres Predicadores, más conocidos como “Dominicos”, estos, fueron los principales enemigos de los Templarios y los que mas conspiraron contra ellos, en los oídos de los monarcas y el Papa romano, para propiciar su exterminio, al igual que hicieron con los cataros.
Pero quien pronto repararía en el verdadero peligro que los Cátaros representaban para la Iglesia sería Inocencio III, un hombre de procedencia noble, de la familia italiana de los Segni, gran especialista en Derecho canónico, que estudió en Bolonia, y que ascendía al Solio de Pedro con sólo treinta y siete años, un hombre extraordinariamente joven y enérgico, que era precisamente lo que la Iglesia, debilitada por décadas de enfrentamiento con el Imperio y por la división entre güelfos (partidarios del Papado) y gibelinos (partidarios del Emperador) tanto en Italia como en el Sacro Imperio. Inocencio III pretendía una unión absoluta de toda la Cristiandad bajo el dominio del Papa, y la existencia de la Herejía Cátara creciendo en el sur de Francia, y consiguiendo cada vez el apoyo de más y más nobles de la región, en detrimento de las arcas eclesiásticas, suponía un auténtico problema para ellos. Pero además, y para terminar de enredar las cosas, los Condes de Tolosa, la ciudad más importante de la región, eran vasallos del Rey de Francia , pero también del Rey de Aragón, Pedro II el Batallador, el que sería el gran héroe de las Navas de Tolosa (las de España, nada que ver con la Tolosa del sur de Francia). Muchos de los señores que dominaban las tierras pirenaicas en las que se extendía la herejía, como los Trencavel, señores de las ciudades de Carcasona y Beziers, eran sólo vasallos de los aragoneses, y no querían saber nada de las ambiciones del Rey de Francia. Que en aquellos momentos, no era ni más ni menos que Felipe II Augusto, uno de los más grandes genios de la política de aquel momento.
Inocencio III, en su empeño por acabar con la Herejía Cátara, comenzó a mandar predicadores al Languedoc, pero obtuvo mucho menos éxito del planeado. Sus hombres eran objeto de burla y escarnio, y aunque exigió al Conde Raimundo VI de Tolosa con la Excomunión si no acababa con la presencia de los Puros en sus tierras, Raimundo ignoró las peticiones papales, aunque tampoco dio apoyo explícito a los cátaros, tratando de mantenerse a flote entre dos aguas. Todo estallaría cuando el legado papal, Pedro de Castelnau, tras amenazar a Raimundo VI fuera asesinado cerca de la localidad de Saint-Gilles por uno de los escuderos del Conde de Tolosa. Nunca se ha visto clara la implicación del Conde en este hecho, y lo más posible es que fuera una iniciativa propia del mismo escudero, sin conocimiento de su señor. Pero este acto sirvió como detonante y excusa para que Inocencia III encontrara la forma de hacer frente a los Cátaros.
No hacía mucho que la Cuarta Cruzada se había desviado de su curso y había atacado Constantinopla. Inocencio III había excomulgado a los participantes en un principio, pero su temperamento se aplacó cuando la propia Nueva Roma había caído en manos de los latinos, que ahora rendían homenaje a su Iglesia, la Iglesia Católica.
¿Y si la Cruzada era la solución? ¿Una Cruzada contra cristianos… en tierras cristianas…?
Inocencio III decidió que, efectivamente, una Cruzada era lo que necesitaba para erradicar la Herjía Cátara del Sur de Francia. De inmediato, acudió al que consideraba uno de sus más grandes valedores, el Rey de Francia, Felipe II Augusto, pero este se negó a dirigir en persona la Cruzada, aunque sí dio consentimiento para que sus vasallos lo hicieran. Felipe II, aunque pendiente de la situación en el sur, tenía litigios vigentes tanto con el monarca inglés como con los Emperadores Alemanes, de modo que no quería abrir un nuevo frente en el que implicarse directamente. Tras la proclamación de la Cruzada, el Papado concedió a los cruzados cuantas tierras pudieran dominar en el sur de Francia, y trató de que alguno de los grandes nobles del norte de Francia tomara el liderazgo de la Cruzada. El Duque de Borgoña y los Condes de Nevers, Bar o Dreux rechazaron sin embargo lo que en parte consideraban un atropello, pero Simón de Montfort, de la Casa de Montfort-L´Amaury, Conde de Leicester por parte de su madre, Amice de Beaufort, dio el paso al frente, y junto al nuevo legado papal, el monje cisterciense Arnaud-Amalric de Citeaux, se puso al frente del ejército Cruzado.
Temiendo ver sus tierras arrasadas por una marabunta de salvajes procedentes del norte (con los que ni siquiera compartían en el lenguaje, ya que en el sur se hablaba la llamada “lague d´oc”, frente a la “langue d´oil” del norte), el Conde de Tolosa, Raimundo VI, tras una penitencia pública, se unió al ejército cruzado, que se dirigió hacia las tierras de los Trencavel, señores abiertamente cátaros y, como creo que ya he comentado, vasallos del Rey de Aragón; mientras en la propia capital del Languedoc, el obispo Fulco de Tolosa se ocupaba de limpiar la propia ciudad de herejes, armado con la autoridad papal. Béziers fue el primer objetivo de la Cruzada, y donde se cometió una de las mayores salvajadas que ha conocido la historia. La ciudad cayó bajo el dominio de los Cruzados, y muchos de los ciudadanos corrieron a refugiarse a la Iglesia, dedicada como muchas otras del sur de Francia a la Magdalena. Allí, se dice que ante la Madelaine de Beziers, los soldados acudieron ante el legado papal, Arnaud-Amalric, y le preguntaron como diferenciar a los herejes de los devotos católicos. La respuesta del legado cisterciense ha pasado a la historia: “Matadlos a todos, Dios ya reconocerá a los suyos”. Los soldados prendieron fuego a la iglesia.
La actuación de los cruzados en Béziers sembró el pánico en el resto de las tierras de los Trencavel, y muchos dominios se rindieron sin presentar siquiera batalla, aunque los Cruzados tuvieron que rendir por sed la inexpugnable ciudad de Carcasona. El Vizconde Ramón-Roger Trencavel sería capturado en la ciudad, y arrojado a las mazmorras, en las que moriría de hambre y sed, mientras Béziers, Albi y Carcasona se convertían en el dominio personal del arribista Simón de Montfort., que continuó su expansión y su lucha contra los señores cátaros de la región. Aimery de Laurac, señor de Montreal, conseguiría escapar de su ciudad y reunirse con su hermana Guiraude, en Lavaur, mientras la propia Montreal, Preixam, Fanjeaux, Montlaur, Bram, Minerve, Termes, Puivert, o Lastours se iban rindiendo a su paso. En Bram, Simón ordenó cegar a y romper la nariz a cien hombres, a los que puso en fila, guiados por un tuerto en dirección a Cabaret. En Lavaur, ahorcarían a Aimery de Montreal y lapidarían a su hermana, Guiraude, en uno de los actos más crueles de toda la Cruzada.
Todas estas actuaciones, sumadas al hecho de que Simón se acercaba cada vez más a los dominios de los Condes de Tolosa y de Foix, llevaron al Conde Raimundo VI a pedir la ayuda del Rey de Aragón, Pedro II, recientemente nombrado prácticamente Hijo Predilecto de la Iglesia por Inocencio III por su victoria sobre los musulmanes en las famosas Navas de Tolosa, y que decidido a detener la expansión de Simón de Montfort (y de Felipe II Augusto) en el sur de Francia, decidió tomar las armas, en lo que se convertiría una acción sin precedentes, pues un rey apodado “El Católico” se enfrentaba directamente a una Cruzada convocada por la propia Iglesia. Pedro II trataría de negociar con el líder de la Cruzada en varias ocasiones, pero Simón de Montfort se mostraría en todas ellas altivo y despectivo, y sin intención alguna de detener la Cruzada, así que finalmente, el rey aragonés decidió tomar las armas. El conflicto entre Simón de Montfort y Pedro II de Aragón tendría lugar en la Batalla de Muret, en 1213, y sería una de esas batallas que cambiarían la historia del mundo.
En principio, parecía que Pedro II contaría con la ventaja. Muchos de los señores franceses, acabada la cuarentena, se habían retirado a sus dominios, y Montfort se encontraba en inferioridad de fuerzas dentro del castillo de Muret, cerca de Tolosa. Junto a Pedro II, además de las compañías aragonesas se alineaban los Condes de Tolosa y de Foix. Sin embargo, había tensiones entre los tres líderes, hasta el punto de que los tolosanos amenazaron con retirarse y abandonar a Pedro II; y su convencimiento de que iban derechos a la victoria, hizo que la noche anterior a la batalla, la vivieran prácticamente como si ya hubieran ganado, celebrando algo que no había ocurrido. Al día siguiente, ocurría lo inesperado. Pedro II, campeón de la Iglesia Católica, moría en el campo de batalla de Muret, dando fin a los sueños de expansión catalana-aragonesa, poniendo fin a cualquier posibilidad de resistencia contra los Cruzados del norte, y dejando a su heredero, el futuro Jaime I, en Perpiñán, precisamente bajo el control del hombre que había liderado los ejércitos que habían derrotado a su padre, Simón de Montfort.
Tras Muret… todo parecía acabado.
No lo estaba.
UN BREVE RESURGIMIENTO
El 12 de Septiembre de 1213 había supuesto el final de las esperanzas de los occitanos en que la ayuda de Pedro II supusiera su salvación frente al ataque de los cruzados septentrionales. Pero Aragón había perdido en un solo día además de unos 15000 hombres, a su rey, Foix, Comminges y Narbona. El Concilio de Letrán de 1215 desposeía además a los Trencavel y a Raimundo VI de sus tierras, que pasaban por completo a estar bajo el control de Simón de Montfort, mientras el cisterciense Arnaud-Amalric se convertía en obispo de una de las ciudades más prósperas de la región, la antigua ciudad romana de Narbona, que antaño incluso sirviera como capital del reino visigodo. Y por supuesto, Felipe II se convirtió en el poder tras Simón de Montfort.
La lucha por el dominio del Languedoc se reanudaría, sin embargo, con la muerte del máximo instigador de la Cruzada, Inocencio III, muerto en Perugia el 16 de Julio de 1216, con 55 años, tras haber ocupado el Solio de Pedro durante dieciocho años. Fue sucedido por el cardenal Censio Savelli, que tomaría el nombre de Honorio III, pero en el Languedoc supieron aprovechar aquel interregno. Raimundo VI, que se había refugiado en Barcelona, volvió al ataque, desembarcando en Marsella junto a su hijo, el que sería Raimundo VII. Los occitanos derrotarían a de Montfort en Beaucaire, que al mismo tiempo tendría que sofocar rebeliones surgidas en todo su territorio ante la llegada de su antiguo señor. Eso obligaría a Simón de Montfort a cercar la propia Tolosa en el año 1218, tratando de reducir así un alzamiento popular. Y allí, de Montfort encontraría su final, herido de muerte por un proyectil lanzado por una de las catapultas que defendían la ciudad de su asedio, una manejada por las mujeres de la ciudad. Eso pondría al frente de los dominios del Languedoc a Amaury de Montfort, hijo del antiguo señor y de su esposa, Inés de Montmorecy, pero Amaury carecía del genio militar de su padre, y en los años siguientes iría perdiendo las posesiones que los cruzados habían tomado ante la coalición occitana dirigida por Raimundo VII (su padre había muerto poco antes) y Roger Bernard de Foix. Castelnadaury, Montreal, Fanjeaux, Limoux, Pieusse, el Carcassés, el Razés, Mirepoix…todas volvieron a manos de los occitanos, obligando a los franceses a retirarse, ciudad tras ciudad, hasta Carcasona.
La situación se había equilibrado, y de hecho, había vuelto a un punto muy semejante a como estaban las cosas en los momentos anteriores a la Cruzada, aunque la mayoría de sus protagonistas había muerto ya, siendo reemplazados por una segunda generación. Felipe II había muerto en 1223, siendo sucedido por su hijo, Luis VIII. La situación podría haber sido muy distinta, pero la esposa de Luis VIII no era otra que Blanca de Castilla, que había sido elegida para casarse con el Delfín francés por su propia abuela, la mismísima Leonor de Aquitania, de quien Blanca había heredado el carácter. Fue así que, mientras Honorio III excomulgaba a Raimundo VII, poniendo bajo interdicto sus tierras, por consejo de la reina, el propio Luis VIII se ponía al frente de una nueva campaña para reducir a los levantiscos rebeldes del Languedoc.
Con la presencia del propio rey en tierras occitanas, los rebeldes no tuvieron más remedio que replegarse poco a poco. Los propios habitantes de algunas de las ciudades que habían vuelto al dominio de los Trencavel se revelaron contra sus antiguos señores. La muerte de Luis VIII en Montpensier, tras el cerco de Aviñón podría haber supuesto el fin de la influencia francesa en el Languedoc, pero en Blanca de Castilla, convertida en regente durante la minoría de edad de su hijo Luis IX, mantendría el pulso a los rebeldes occitanos. El último de los Trencavel se vio obligado a huir a Barcelona, y Blanca aplastó a Raimundo VII y el Conde de Foix, que se vieron obligados a firmar en 1229 el infame Tratado de Meaux.
Raimundo VII se vio obligado a viajar a París y hacer penitencia pública por sus pecados antes de reunirse con la Reina Madre, que sería quien impondría sus duras condiciones. En las 22 cláusulas del Tratado de Meaux, se recoge que el Conde de Tolosa se somete a la Iglesia Romana y al Rey de Francia, obligándose a ayudarles a la erradicación de la Herejía en sus tierras. Además, en pago de compensaciones por los perjuicios causados, todos los territorios de los herejes Trencavel, así como las senescalías de Beaucaire y Carcasona pasaban a formar parte directamente del Reino de Francia. La Marca de Provenza quedaba en manos de la Iglesia, y el Conde se comprometía a desmantelar las defensas de varias de sus ciudades, y participar en un nuevo proyecto de Cruzada. Pero además, el destino del Condado de Tolosa quedaba vinculado al Reino de Francia, ya que se pactaba el matrimonio entre la hija del Conde, Juana de Tolosa, y uno de los hijos de Luis VIII. Y en el caso de que de ese matrimonio no hubiera descendencia, las propiedades del Condado de Tolosa pasarían directamente a la Corona de Francia.
Con esas palabras, firmadas en París, Blanca de Castilla finiquitaba la Cruzada contra los Albigenses… pero la persecución no había terminado.
El amargo final
Asistamos juntos a los últimos años de una forma de vida diferente, a los últimos años del Languedoc y los Hombres Buenos.
El origen de su fin lo podemos encontrar varios años antes incluso de la Cruzada, cuando en 1184 el Papa Lucio II en la bula Ad Abolendam creaba, con el objetivo específico de luchar contra la herejía cátara, el Tribunal de la Inquisición y el Santo Oficio, que pasaría a la historia simplemente como “La Inquisición”, nombre que aún hoy da ciertos escalofríos al ser escuchado. Durante años, la Inquisición fue dirigida por los obispos de cada centro episcopal, pero prácticamente con la firma del Tratado de Meaux en 1229, comenzaron los cambios, y en 1231, el Papa Gregorio IX en la bula Excommunicamus, convierte la Inquisición Episcopal en la Inquisición Pontificia, que queda directamente bajo el control del Papa, y que este dejó en manos de una de las órdenes mendicantes recién creadas: la Orden de los Predicadores, que fundara Domingo de Guzmán en Toulouse y que Honorio III habría confirmado en 1216. Pronto comenzarían a conocerse como los “Dominicos”, en honor a su fundador, y con sus hábitos blancos y negros, serían los encargados de extender en más dantesco terror por el sur de Francia, algo que los Templarios enfrentaron, como una de las ordenes que tuvieron como enemigas dentro de Roma.
Mientras franceses e inquisidores se extendían por el Languedoc, los últimos simpatizantes de los cátaros, se retiraban de las grandes ciudades para retirarse a los inexpugnables castillos que habían construido en los Pirineos. Grandes fortalezas como Montségur o Quéribus (conocida como el Nido de las Águilas), donde familias de cátaros occitanos, como los Mirepoix y los Perelha, simpatizantes de los Trencavel, crearon los últimos baluartes para los Buenos Hombres. Mientras, en las ciudades como Tolosa, Albi o Narbona, los inquisidores torturaban, juzgaban y lanzaban a las hogueras a vivos y a muertos, provocando en algunos casos incluso alzamientos de determinados pueblos contra la Inquisición.
Contando con el apoyo de su pueblo, Roger-Ramón Trencavel decidió que había llegado el momento de volver a la escena política y tal vez, invertir las disposiciones del Tratado de Meaux, e irrumpiría, acompañado de los llamados faydits (antiguos nobles y caballeros desposeídos de sus tierras por los franceses) y de la infantería aragonesa en las tierras del Minervés y la Montaña Negra. Carcasona podría haber vuelto a sus manos, pero el senescal de la ciudad, Guillermo de Omes, consiguió, de forma casi heroica, repeler el ataque, y los condes de Foix y Tolosa tuvieron que intervenir para dar cobertura a la retirada del Trencavel hacia Aragón. Sin embargo, el Trencavel había prendido con su actuación la última mecha de la resistencia, y los nobles occitanos decidieron que era el momento de tratar de romper los pesados acuerdos de Meaux.
En 1242, Raimundo VII de Tolosa, el vizconde exiliado de Trencavel, el vizconde de Narbona y el conde de Foix se aliaban y atacaban en conjunto el Rasés, el Minervois, Albi y Narbona, mientras los franceses tenían que retirarse para resistir a Carcasona y Beziers. Luis IX, empujado por Blanca de Castilla no tardó en ponerse en movimiento, y aunque Raimundo VII trató de recibir la ayuda de los bretones, los aragoneses y los provenzales, pero fue ignorado, en parte por el temor político que la Reina Madre transmitía a todos sus contemporáneos, y finalmente, en 1243, Raimundo tuvo que rendirse definitivamente, haciendo un nuevo acto de sumisión ante San Luis, rendición en la que les seguirían el conde de Foix y el vizconde de Narbona. La resistencia política del Midí había terminado, pero la atención de Blanca de Castilla y de su hijo, recaía ahora en las fortalezas en las que los cátaros se habían refugiado en los Pirineos, dándose cuenta de cuan vulnerables les hacían ante ataques procedentes de Aragón.
Siguiendo las órdenes del Rey y la Reina Madre, el senescal de Carcasona, Hugo de Arcís, pondría en 1243 cerco a la fortaleza de Montségur, donde se habían refugiado numerosos cátaros, procedentes de diferentes lugares, y acogidos allí por Ramón de Perelha y Pier-Roger de Mirepoix, además de la propia hermana del Conde de Foix, la legendaria Esclarmonde. Montségur era un lugar prácticamente inexpugnable, construido sobre un pog de 1207 metros de altura, rodeado de escarpados acantilados. Sin embargo, Hugo de Arcís consiguió la ayuda de un grupo de montañeros vascos, acostumbrados a estas montañas, que consiguieron cercar finalmente el castillo, obligando a los señores de Perelha y Mirepoix a capitular, rindiéndose finalmente en la fatídica fecha del 16 de Marzo de 1244. Más de doscientas personas fueron arrojadas a una gigantesca hoguera a los pies de Montségur, el actualmente llamado Camp des Quemats, donde se alza un monumento conmemorativo a las víctimas de la Inquisición, la estela que reza “A los cátaros, a los mártires del puro amor cristiano”, que antes que convertirse al CALOLICISMO, bajaron la montaña y caminaron directo a la hoguera, en un acto de de Fe inquebrantable, y solo se tiraron sobre las llamas, antes que entregar sus almas al Papa.
Quéribus se convertía en el último refugio de los cátaros en el Languedoc, pero también era la última posesión de los nobles occitanos. Su señor, Xabert de Barbaria, llevaba años resistiendo la dominación de los Cruzados, pero cuando en 1255 el rey Luis IX ordenó al senescal de Carcasona (que entonces era Pierre d´Auteil) que cercara la última fortaleza de los Cátaros, misión que encomendó a Olivier de Termes, que conocía perfectamente la zona. Decidido a salvar la vida, Xabert de Barbaria se rindió a Olivier de Termes, y entregó la plaza a cambio de su vida.
La caída de Quéribus marca oficialmente el final de la Cruzada contra los Cátaros, y también del propio Catarismo. Aunque en los siguientes años la Inquisición iría quemando a vivos y a muertos, aniquilando a los últimos cátaros, la caída de los dos castillos supone el fin de cualquier tipo de resistencia organizada que pudiera haber habido. Además, finalmente, el Tratado de Meaux se convertiría en el final de la independencia política del Languedoc, pues ante la falta de descendencia de Juana de Tolosa y Alfonso de Poitiers, tal y como se había establecido, los condados del Midí pasaban directamente a manos de la Corona de Francia en 1271, aunque tanto Luis IX como Blanca de Castilla habían muerto ya para aquel entonces, recogiendo los frutos el hijo de San Luis y Margarita de Provenza, Felipe III de Francia. El último perfecto cátaro, Guillermo de Belibaste, moriría en el año 1321 en la ciudad de Villerouge-Termenes, quemado por la Inquisición, pero para aquel entonces, el catarismo era ya algo perteneciente al pasado.
A día de hoy, algunos estudiosos y nostálgicos de la filosofía cátara, recuerdan con tristeza y esperanza la profecía que decía que tras setecientos años, el laurel del catarismo reverdecería. Profecía que los Templario compartirían y anunciarían que tras 700 años, un nuevo despertar de conciencia nacería y el hombre llegaría a Dios sin intermediarios. Nosotros en el XX y XXI llamamos a esto New Age o espiritualidad, donde el hombre vuelve a las fuentes y mira a Egipto, y Sumerios, como la fuente del conocimiento y el origen de nuestra humanidad. Algo que los Templarios tuvieron y tienen muy claro, de ahí su persecución como herejes también, el culto a Isis, a María Magdalena etc.
Personalmente, cuando pienso en ello, sólo me vienen a la cabeza las palabras de uno de los juglares que recorrían aquellas tierras, Bernat Sicart, y que dejó constancia de su dolor en las siguientes palabras:
Ai! Tolosa e Provença,
E de la Terra d´Agença.
Besiers e Carcassés
Qui t´a vist e te vei.
Ay, Tolosa y Provenza,
Y la Tierra de Agen,
Beziers y Carcasés,
Quien te ha visto, y te ve.
nnDnn
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